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viernes, 22 de abril de 2011

Ilustración Micerinos y su esposa. IV Dinastía. Museo de Bellas Artes. Boston.


La doble estatua del faraón Micerinos y su principal reina, Khamerernebty II, realizada en esquisto, es dos tercios mayor que el tamaño natural de los personajes en ella representados, y su acabado quedó sin terminar a la muerte del rey. De esta forma, tan solo las cabezas y la parte superior de los torsos llegaron a recibir el pulido final de su superficie, no habiendo llegado a realizarse tampoco las inscripciones de la base. Desenterrada, al igual que numerosas estatuas con la efigie de este rey donde aparece solo o acompañado de su esposa e incluso de otras imágenes, en su Templo del Valle, en Giza, los personajes aquí representados constituyen un claro ejemplo de la nueva tendencia escultórica tendente a juntar figuras en un grupo bien coordinado, constituyendo las denominadas Tríadas de Micerinos un magnífico logro escultórico al representar en ellas al faraón flanqueado a cada lado por la diosa Hator y por una deidad que personifica a uno de los nomos de Egipto, quien asume el papel y ostenta las mismas facciones de la reina que podemos apreciar en la presente imagen.
En este caso, el ejemplo de estatua real emparejada va a servir de modelo para un buen número de estatuas privadas de esposos, reemplazando así al existente en anteriores grupos escultóricos, como en el de Rahotep y Nofret, cuya factura se realizaba mediante la adición de piezas separadas.
En esta escultura tanto el faraón como la reina se representan frontalmente al mismo nivel, poseen las mismas proporciones, muestran la misma expresión majestuosa en sus rostros y adoptan la misma actitud masculina de avance con el pie izquierdo adelantado, subrayando así dicha yuxtaposición la relación existente entre ambos seres. La actitud de la reina posee aún cierta rigidez, propia de las estatuas arcaicas, aunque el tratamiento que el escultor da a la representación de ambos brazos, con los que ciñe al faraón, logra un novedoso efecto de integración que no se contempla en la manera con que las anteriormente mencionadas diosas abrazan al rey en las representaciones de Tríadas. Contrariamente a lo que sucede en estos grupos, donde las figuras se funden con la ancha losa que las respalda, esta obra ofrece una mayor independencia de los personajes con respecto al bloque pétreo del que emergen, dando la impresión de estar frente a una escultura exenta y no ante una representación en relieve, como sucede con las anteriores.

Las cualidades plásticas del cuerpo de la reina, cuya estructura está rotundamente plasmada vislumbrándose así sus delicadas y pletóricas formas bajo el ajustado vestido, sugieren la aparición de un incipiente deseo de representar la belleza femenina, al contrario de lo que sucedía en la prehistoria y en las primeras culturas arcaicas donde el cuerpo de la mujer se concebía como un mero receptáculo de fertilidad. El carácter funerario que siempre preside el arte egipcio, manifiesto en el deseo de alcanzar todos los individuos la eternidad, lleva al artista en esta etapa a representar a los diversos personajes en un momento pleno de su vida, propiciando así la consecución de una imperecedera juventud en el más allá, tal como vemos en la presente obra donde tanto el faraón como su reina parecen afrontar serenamente el solemne momento del tránsito a la eternidad.

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